Las cosas que diremos hacer y nunca haremos
“ — Pues yo encuentro que tu trabajo no es nada aburrido.
— Es trabajo de remiendo.
— ¿Y cuál no lo es, Savannah?”
‘Esperando un respiro’, Terry McMillan
Ellos eran jóvenes y tenían la vida por delante. O, al menos, eso es lo que se suele decir. Eso es lo que les dijeron. Querían ser ricos, querían ser guapos. Serlo siempre, claro, porque guapos ya eran. Con 20 años cualquiera retiene un trozo de belleza, aunque la mayoría se da cuenta mucho tiempo después, cuando la carne cuelga y el cuerpo se hace raro. Raro de verdad, no como antes. Mala suerte.
Querían tenerlo todo. Yo quiero tenerlo todo. Tú, probablemente, también. Vivían en París, que es la ciudad tipo donde uno va a buscar el lujo y el estilo —aunque no lo consiga nunca—, y se ganaban la vida como psicosociólogos realizando encuestas de publicidad. Hay que tener talento para ser un embaucador. Hay mucha gente con talento.
Ellos, un chico y una chica enamorados y pequeñoburgueses, soñaban con una casa en la que les cupieran todos los objetos que adquirían, como también lo soñaban sus amigos; cinéfilos, cocineros mediocres, consumidores de alcohol en abundancia. Soñaban con las cosas, tener todas las cosas. Al final, lo consiguieron, al final se aburrieron. O algo parecido.
En ‘Las Cosas’ (París, 1965), el escritor Georges Perec radiografía con agudeza y mucha ironía la sociedad de consumo occidental. La de entonces –la de los 60–, que se parece un poco a la de ahora, pero dando sus primeros pasos; en pañales y con chupete. Lo más interesante de la novela, a mi juicio, es cómo centra el foco en la mistificación del confort y el goce ofrecido por un mundo en el que todo es un espejismo y donde nunca darás abasto. En el tener qué, el querer tener qué. Y entonces aquello sólo era el principio.
Pienso en cómo una de mis aficiones favoritas cuando chavala, y aún ahora, es la lectura. En cómo no leo ni la mitad que hace unos años. En que era mucho mejor lectora antes de tener redes sociales, cuando pirateaba las series o veía las películas en Megavídeo con varias pestañas abiertas para que no se me parase la cinta a los 72 minutos. Pienso en que, con quince, dieciséis o diecisiete años, mi capacidad de concentración y mis ganas eran mucho mayores que ahora. Y no creo que mi atención haya colapsado, creo que me la han robado.
Quizá, 2020 y 2021 hayan sido los años en los que menos he disfrutado de la cultura, aunque he consumido como un animal atiborrado de pienso para el ensanche. O sea, un montón. Estamos sobreestimulados, eso ya lo sabemos, pero saberlo no basta. Un adicto no deja de serlo por reconocerlo, pero es un paso. Y lo estamos reconociendo en masa.
Por otro lado, fingimos demasiado. Y se nota, pero no lo decimos en voz alta y seguimos caminando, levantando un capital social en los hombros de nuestras aficiones, encorvando su columna hasta que se convierte en chepa y dejan de ser bonitas. Ya no es algo que nos gusta hacer. Es una necesidad. Hay que estar al día. Es una moneda de cambio que da acceso a una élite intelectual. O lo intenta. Es uno de los caminos más aparentemente rápidos y económicos para proyectar una ascensión social. El precio somos nosotros mismos. Nuestro disfrute.
Decimos que leemos libros que nos han contado, aparecen loas a obras mediocres en los artículos de opinión sólo para darte cuenta de que el autor es un colega. O que había que rellenar con algo porque no se da el tiempo suficiente para la lectura, digestión y crítica.
Se venera la escritura como un acto sublime, cuando es lo más corriente del mundo: un oficio que cuesta mucho más de lo que parece, como casi todo. Descubrimos la película del año cada mes y flipamos con cada nueva distopía que nos venden. Porque el futuro, en la ficción predominante actual, es del color de la angustia. No están de moda las utopías; la idea de cambiar el planeta se desecha por ingenua, cuando el primer paso para hacerlo es imaginarlo. Y nada de esto es culpa nuestra. Hay demasiados reclamos brillantes, ruidosos, que se aferran a tus horas un día y otro y otro. El mundo gira demasiado deprisa. Y nosotros ahí dentro, centrifugando, sin saber a dónde mirar.
Sin embargo, a pesar de todo, la cultura, las ficciones son distracción, son refugio y son consuelo. Que no dejen de serlo. Y si algo no te gusta, te aburre o no te interesa, abandónalo. Déjalo a la mitad. No importa, no pasa nada. Hay demasiadas cosas ahí fuera.